Poema 34

MÁS tarde levantó la fatigada mano el monarca, y más arriba de las frentes de los bandidos, tocó los muros. Allí trazaron la línea colorada. Tres cámaras había que llenar de oro y de plata, hasta esa línea de su sangre. Rodó la rueda de oro, noche y noche. La rueda del martirio día y noche. Arañaron la tierra, descolgaron alhajas hechas con amor y espuma, arrancaron la ajorca de la novia, desampararon a sus dioses. El labrador entregó su medalla, el pescador su bota de oro, y las rejas temblaron respondiendo mientras mensaje y voz por las alturas iba la rueda del oro rodando. Entonces tigre y tigre se reunieron y repartieron la sangre y las lágrimas. Atahualpa esperaba levemente triste en el escarpado día andino. No se abrieron las puertas. Hasta la última joya los buitres dividieron: las turquesas rituales, salpicadas por la carnicería, el vestido laminado de plata: las uñas bandoleras iban midiendo y la carcajada del fraile entre los verdugos escuchaba el rey con tristeza. Era su corazón un vaso lleno de una congoja amarga como la esencia amarga de la quina. Pensó en sus límites, en el alto Cuzco, en las princesas, en su edad, en el escalofrío de su reino. Maduro estaba por dentro, su paz desesperada era tristeza. Pensó en Huáscar. Vendrían de él los extranjeros? Todo era enigma, todo era cuchillo, todo era soledad, sólo la línea roja viviente palpitaba, tragando las entrañas amarillas del reino enmudecido que moría. Entró Valverde con la Muerte entonces. "Te llamarás Juan", le dijo mientras preparaba la hoguera. Gravemente respondió: "Juan, Juan me llamo para morir", sin comprender ya ni la muerte. Le ataron el cuello y un garfio entró en el alma del Perú.

No hay comentarios:

Publicar un comentario