Poema 30

SE abrió también la noche de repente, la descubrí, y era una rosa oscura entre un día amarillo y otro día. Pero, para el que llega del Sur, de las regiones naturales, con fuego y ventisquero, era la noche en la ciudad un barco, una vaga bodega de navío. Se abrían puertas y desde la sombra la luz nos escupía: bailaban hembra y hombre con zapatos negros como ataúdes que brillaban y se adherían uno a una como las ventosas del mar, entre el tabaco, el agrio vino, las conversaciones, las carcajadas verdes del borracho. Alguna vez una mujer cayéndose en su pálido abismo, un rostro impuro que me comunicaba ojos y boca. Y allí senté mi adolescencia ardiendo entre botellas rojas que estallaban a veces derramando sus rubíes, constelando fantásticas espadas, conversaciones de la audacia inútil. Allí mis compañeros: Rojas Giménez extraviado en su delicadeza, marino de papel, estrictamente loco, elevando el humo en una copa y en otra copa su ternura errante, hasta que así se fue de tumbo en tumbo, como si el vino se lo hubiera llevado a una comarca más y más lejana! Oh hermano frágil, tantas cosas gané contigo, tanto perdí en tu desastrado corazón como en un cofre roto, sin saber que te irías con tu boca elegante, sin saber que debías también morir, tú que tenías que dar lecciones a la primavera! Y luego como un aparecido que en plena fiesta estaba escondido en lo oscuro llegó Joaquín Cifuentes de sus prisiones: pálida apostura, rostro de mando en la lluvia, enmarcado en las líneas del cabello sobre la frente abierta a los dolores: no sabía reír mi amigo nuevo: y en la ceniza de la noche cruel vi consumirse al Húsar de la Muerte.

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